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miércoles, enero 10, 2007

José Saramago y los árboles

José Saramago, fiel a su línea de compromiso político, apoya a Greenpeace en su campaña contra la destrucción de bosques primarios para fabricar papel. Y lo hace con un excelente texto sobre su infancia. Merece la pena leerse y, por supuesto, apoyar la campaña.

La despedida de Jerónimo Melrinho

El pasado noviembre, al presentar en Lisboa su última novela, Las intermitencias de la muerte, el Premio Nobel portugués anunció que ha pedido a los editores de su obra en todo el mundo que editen sus libros en un papel que no sea dañino para los bosques vírgenes del planeta. Saramago se ha unido a la campaña Libros Amigos de los Bosques de Greenpeace, que promueve el uso de papel FSC, un sello que garantiza que el material empleado es reciclado o proviene de explotaciones forestales sostenibles y se ha producido con técnicas poco contaminantes.

Soy nieto de un hombre que, al presentir que la muerte estaba a su espera en el hospital a donde lo llevaban, bajó al huerto y fue a despedirse de los árboles que había plantado y cuidado, llorando y abrazándose a cada uno de ellos, como si de un ser querido se tratara. Este hombre era un simple pastor, un campesino analfabeto, no un intelectual, no un artista, no una persona culta y sofisticada que hubiera decidido salir del mundo con un gran gesto que la posteridad registraría. Se diría que estaba despidiéndose de lo que hasta entonces había sido su propiedad, pero su propiedad eran también los animales de los que vivía y no se acercó hasta ellos para decirles adiós. Se despidió de la familia y de los árboles como si todo fuese para él su familia.

Este episodio sucedió, fue real, no es fruto de mi imaginación. En muchos años jamás oí de boca de mi abuelo palabra alguna sobre árboles en general y esos en particular que no estuvieran motivadas por razones prácticas. Luego no podría esperar, nadie podría esperarlo, que la última manifestación consciente de la personalidad del viejo hombre tocara la línea de lo sublime. Y sin embargo sucedió.

Nunca podré saber qué pasó en el espíritu de mi abuelo en aquella hora extrema, qué pensó o sintió, qué llamada urgente encaminó sus pasos inseguros hasta los árboles que lo esperaban. Tal vez porque sabía que los árboles no se pueden mover, que están sujetos a la tierra por las raíces y de ellas no pueden separarse, a no ser para morir. En el fondo de su corazón tal vez mi abuelo supiera, de un saber misterioso, difícil de expresar con palabras, que la vida de la tierra y de los árboles es una sola vida. Ni los árboles pueden vivir sin la tierra, ni la tierra puede vivir sin los árboles. Incluso hay quien afirma que los únicos habitantes naturales del planeta son ellos, los árboles. ¿Por qué? Porque se nutren directamente de la tierra, porque la agarran con sus raíces y por ella son agarrados. Tierra y árbol, aquí está la simbiosis perfecta.

Puede que algunos piensen que hay demasiado lirismo en estas palabras. Es posible, porque, tal como la tierra y los árboles, sentimiento y razón siempre van unidos. Pero no fue por puro sentimiento por lo que me uní a la campaña de Greenpeace para la protección de los bosques primarios y para la utilización de los productos forestales de un modo no contaminante del medio ambiente. Mejor que llorar sobre la leche derramada sería no romper la vasija. La metáfora sirve, de eso se trata.

Cuando los representantes de Green-peace me explicaron las razones objetivas del proyecto y me pidieron que participara en él, comprendí que no tenía suficiente con preocuparme con la situación del medio ambiente como cualquier otra persona consciente de los problemas del mundo, que era necesario que mi empeño fuera real, concreto. Les pregunté qué podía hacer y me respondieron que ya tenía en mis manos el arma pacífica con la que podía entrar en batalla: los libros, los libros que consumen cantidades gigantescas de papel, los libros que devoran bosques y selvas a una velocidad vertiginosa, pero también los libros que pueden ser fabricados en un papel que respete en su elaboración el medio ambiente y utilice los bosques con criterio atento al bien común, o sea, de manera sustentable. El resultado es el libro que se titula 'Las intermitencias de la muerte', y ese es sólo el primer paso. Todas las obras que pueda escribir en el futuro, todas las reediciones de las ya publicadas, serán impresas en papel aprobado por Greenpeace, tanto en Portugal, como España y en América Latina. Es lo que está ocurriendo con 'Las intermitencias de la muerte', que a las ediciones ya mencionadas se juntaron las de Brasil, Italia, Cataluña y espero que en breve se sumen las de otros países que tienen a bien traducir y publicar los libros que vengo escribiendo.

Concluyo haciendo una invitación y lanzando un desafío. Que otros escritores colaboren en el mismo sentido con Greenpeace, que otros editores se unan a estos míos de ahora, y sobre todo, sí, sobre todo, que los lectores, el público, sean más conscientes de que este combate también es suyo. Defender los árboles es defender la tierra. Mi abuelo ya lo sabía, y no sabía ni leer ni escribir. Un viejo analfabeto me dio la mejor de las lecciones. Aquí la dejo ofrecida, si piensan que es justa y humana. Sé que para algunos ya lo ha sido: me dicen que en Puerto Rico una manifestación de defensa de un bosque que los intereses especulativos querían talar se hizo bajo la pancarta que llevaba el nombre de mi abuelo Jerónimo, y que como él las personas se abrazaron a los árboles con tanta fuerza que el bosque se salvó. Sé que una alameda en Castril, un pueblo de Granada, lleva el nombre de Jerónimo Melrinho, y esa alameda, con ese nombre, se mantiene desplegada como la bandera más hermosa.

A unos por la lección, a otros por el mantenimiento del ejemplo, a otros por la severa atención con que miran el mundo, les digo gracias. Y seguimos en ello porque hay motivo.

Copiado de la Revista Greenpeace 4/06, pp.26-27

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